jueves, noviembre 08, 2007

Natalia se empieza a convertir en Natality

Durante más de cinco años fui periodista de la revista de información general Semana, que es la publicación semanal más importante de Colombia. Escribía las noticias internacionales y tenía una ácida columna de sexo en otra publicación del mismo grupo. Creía que era la gran promesa del periodismo de mi país y vivía en una lucha por acceder al reconocimiento que sentía que me merecía. Todo empezó a cambiar cuando pedí un año de licencia para hacer una maestría en París. Allí conocí y me enamoré de Jean-Marie, un francés guapísimo bastante menor que yo.

Cuando volví a Colombia entré en una crisis con mi trabajo. Había empezado a sentir eso que llaman conciencia de clase, y ya no quise seguir escribiendo temas de otros países. Empecé a trabajar en la versión online de la revista cubriendo temas sociales (desigualdad, desarrollo, salud, educación... ) Pero tampoco estaba contenta. Odiaba las intrigas y los juegos de poder clásicos de toda oficina, el ritmo en Internet era demasiado frenético. Me enfermé de estrés y terminé renunciando.

Por esa época, Jean-Marie, que ni siquiera sabía español, llegaba a Colombia a vivir conmigo. Yo acababa de irme de la casa materna a vivir a un apartamento grande y bastante costoso que mi mamá me había conseguido a unas cuadras de su casa. La renuncia era un problema que amenazaba los planes de matrimonio con mi novio. Tenía que encontrar un trabajo rápido para mantenernos, mientras él aprendía la lengua y buscaba un trabajo. El problema era que yo estaba sumida no ya en una crisis laboral, sino de identidad. No sabía qué quería hacer con mi vida, no tenía confianza en mis capacidades ni tenía claras mis prioridades. Todo esto se reflejaba en unas catastróficas entrevistas de trabajo.

Jean-Marie, en cambio, se adaptaba increíblemente rápido a la vida en Bogotá. En menos de dos meses ya hablaba español, preparaba arepa de huevo para el desayuno, conocía los mejores almorzaderos con bandeja paisa, subía a Patios en bicicleta los domingos y empezaba a dar cursos en una universidad.

Yo había aceptado un trabajo temporal de consultora que odié a los pocos días. Estaba tan triste y desubicada que Jean-Marie me propuso que hiciéramos un viaje por carretera de quince días por los pueblos de Boyacá y Santander. Empaqué ligero. Tan ligero, de hecho, que no tomé la caja de pastillas anticonceptivas. La regla me llegó en la mitad de la carretera entre Villa de Leyva y Arcabuco un 3 de noviembre. Recuerdo muy bien la fecha porque, como lo saben todas las mujeres que han estado embarazadas, el día del último período menstrual es la fecha que marca el inicio del conteo de los meses de gestación.

Al regresar de este viaje renovador no sabía la sorpresa que el destino me tenía preparada, pero tenía claro que quería seguir escribiendo. Quería escribir como trabajo o como pasatiempo pero por amor al arte y no para buscar reconocimiento. Escribiría free lance, lejos de las salas de redacción con mala calidad de vida. Para ello tendría que dejar mi gran apartamento y enfrentarme a mi mamá, que aunque respondiendo a los mejores sentimientos, podía llegar a ser bastante controladora.

Al regresar a Bogotá nos dedicamos pues con Jean-Marie a buscar un apartamento en un barrio menos costoso (vivíamos en Rosales) y que respondiera más a nuestro ideal de vida que al de mi mamá. Finalmente dimos con uno perfecto en Teusaquillo, muy cerca a las universidades del centro donde Jean-Marie empezaba a dar clases. Tenía una terraza y un arriendo tres veces menor que el anterior. Terminamos el trasteo justo a tiempo para que Jean-Marie se fuera a pasar navidad con su familia en Francia.

Estaba pues sola en un nuevo apartamento que daba a la Caracas en lugar de a la cañada de La Vieja, lejos de una mamá que por años se había encargado de resolverme todos los problemas, desempleada y sin una idea muy precisa de qué hacer con mi vida, cuando resultó que la regla no me llegaba.

No hay comentarios: